lunes, 25 de septiembre de 2017

Felicidad es reír a carcajadas

Supongo que siempre he escrito sobre lo mismo, lo que me enfada, duele o agobia. O sobre lo que quiero hacer, sobre mis sueños y anhelos. O sobre corazones rotos, en mil pedazos, partidos, despedazados. O sobre otros. Sigo hablando de corazones, que se reinventan, que reviven, que se ponen contentos sin motivo aparente, o con él, quién sabe. ¿A quién le importa? Qué más da la razón si te hace sonreír. Al final, lo importante es sonreír, de oreja a oreja.

Supongo que siempre escribo sobre mi vida, sobre cartas, sobre cosas que nunca pensé que viviría, sobre textos que jamás pensé que escribiría. Sobre lo mucho que me molestaban cosas, hechos, sobre la piedra en el zapato o sobre puertas que se cierran. Pero hoy, ahora mismo, a las dos del mediodía con una canción que hacía mucho que no escuchaba de fondo, en mi habitación con velas encendidas (benditas velas y su olor) sólo tengo ganas de escribir sobre lo que me hace feliz. Por si algún día, en el que todo este gris, me apetece recordarlo. Por si le sirve de consuelo a alguien que haya olvidado lo que le remueve por dentro, la energía que le invade.

Mi manera de afrontar este día, vestida en chándal, sentada sobre mi cama, tras hacer los recados después de un fin de semana movido. Supongo que por todo esto me han entrado ganas de escribir con sinceridad: debe ser que la sangre todavía tiene cerveza y no me fluye bien por el cuerpo y no llega a mi cerebro. Que no es que no sea sincera de normal, pero vaya, ya me entendéis. En momentos de tranquilidad, debilidad física o mental es donde mi verdadero yo resurge para comerse a todos los demás, desde los monstruos hasta las hadas. Y ya no hay filtros. No hay nada, porque nada ha de haber. Dicen que al menos dos días a la semana tienes que salir solo tú. Sin maquillaje, sin compañía. Tú.

Todo lo que me hace feliz no cabe en un texto. Pero no sé otra manera de expresarlo, de contarlo, que no sea escribiéndolo. Desde lo más pequeño hasta lo más grande. A partir de ahora, empieza lo bueno, ya veréis.

Me hace feliz comprar flores, aunque luego se me mueran. No comprar flores por temor a que no me duren más de una semana es igual a no querer una relación por si te acaban dejando. Oye, titi, ya se morirán – o ya te dejarán – pero mientras tanto, que te iluminen. Me hace feliz escuchar música y recordar momentos y personas. Y acordarme de las noches, de los días. Me hace feliz la seguridad que ahora tengo en mí. Ver Amelie por 345 vez un domingo por la noche.

Me hace feliz saber que hay alguien bajo este cielo inmenso pensando en mis torpes pasos. Me hace feliz sentir que alguien se ríe de lo mismo de lo que me río yo. A fin de cuentas, eso es lo que siempre había soñado.

A quien me quiera querer, le digo: me hace feliz que no me quieras cambiar. Que tal cual soy, me quieras. Eso ya es. Eso lo es todo.

Me hace feliz el café por la mañana – el primero y el segundo – el zumo de naranja recién exprimido. Me hace feliz que me surjan ideas, y plasmarlas en un papel. Me hace feliz que cada vez haya más mujeres luchando por sus derechos, por los nuestros, los de todas. Que el feminismo no es igual al machismo. Que jamás en la vida se puede equiparar. Y que una mujer nunca debería echar tierra sobre sí misma y, sobre todo, sobre las que llevan tanto tiempo sufriendo, peleando y muriendo para que ellas puedan votar, divorciarse, trabajar. Ser feminista no es ser extremista. Ni llevar una camiseta de Inditex que lo ponga.

Me hace feliz leer novelas y poesía, me hace feliz salir a pasear, meditar, caminar descalza. Me hace feliz hablar con la gente, escuchar, que me escuchen.

Me hace feliz que la gente sea feliz. Me hace feliz salir y que el aire me dé en la cara y saber que por fin soy libre. Me hace feliz sentirme amada por los demás, pero sobre todo por mí misma.

Me hace feliz saber que siempre se sale adelante. Aunque todo se ponga muy negro o se nos mueran las ganas y las flores y las relaciones. Siempre hay un mañana. Quizás siempre es mañana. Y sale el sol. Porque siempre hay una nueva oportunidad para empezar de nuevo, para estar mejor, para quedarnos solo con lo bueno.  Y a lo malo, pues nada. Cuando surja, le dedicaré esto. Tan tranquilamente. Por ahora no me lo planteo.



SARA REY



martes, 12 de septiembre de 2017

PLAN B

Hace un tiempo me preguntaron: 

  •  ¿Cuándo fue la última vez que te apasionaste por algo?
  •  ¿Dónde se ha escondido la chispa que iluminaba tus ojos y la ilusión que despertaban tus palabras?
  • ¿Dónde ha ido a parar tu pasión, tu entusiasmo, tus ganas de vivir?
Fruncir el ceño como respuesta empezó a formar  parte de mi expresión natural. No me gustaba nada.  Pensaba que la suerte me había dejado un poco de lado, o quizás, yo la había descuidado. Pero, titis, la suerte es solo un factor externo del que no se puede depender. Y por por eso, ante todo esto, hay que disponer de un plan B: Volver a ser feliz.

Así que no echemos las culpas a la suerte. La felicidad depende de uno mismo. Concretamente, de nuestra actitud, de nuestro ser, de nuestra manera de enfrentarnos a los desafíos. Y si ése es siempre nuestro plan A, sencillamente, no necesitamos más letras.

En algún lugar leí o escuché, que cerca del 90% del éxito en la vida está en la actitud, tan sólo el 10% es conocimiento. Lo importante es la actitud con la que nos enfrentamos a la vida. Aquí, justo en este punto, entra lo que se conoce como coeficiente de optimismo. La Nasa, cuando tiene que enviar a un tío a la Luna, no mira la inteligencia, mira el coeficiente de optimismo. ¿Tú te imaginas ir a la Luna con un pesimista?

¾     ¡Nos vamos a caer! ¡Se oye un ruido!

Nuestro cerebro no ve más allá de lo que nuestras emociones quieren, razón, por la cual, hay personas que hagan lo que hagan siempre salen adelante, de la misma manera, que hay gente que haga lo que haga, siempre se hunde.

Me encuentro en el  camino de radiar optimismo, dejar que los problemas sólo sean retos que conseguiré superar. No me quiero conformar con sobrevivir. Quiero volver a encontrarme, cuanto antes, a mí, y a la razón que hace que me levante todas las mañanas.

Miro a mi alrededor y veo que la gente se pasa el día corriendo, no tiene ni idea de a dónde, pero corren, todo el rato. ¿Por qué tanta prisa? Paremos un momento, volvamos a tomar el control sobre nuestra vida.

La energía que difundimos, que transmitimos, que proyectamos, se contagia. Hay personas con energías tan auténticas que en su compañía siempre acabas empapado de vida, las he visto, las he conocido, las he abrazado y me he empapado de amor.

Creo que con la suerte sucede lo mismo: se atrae.

Me he mirado al espejo y me he dicho: córtate el pelo, vete de compras, haz ejercicio, renuévate por dentro y por fuera. Todo depende de tu perspectiva y de la felicidad interna que haya dentro de ti.

Yo la he conocido, y quiero que la felicidad vuelva a consumirme para poder bailar con ella de nuevo.

Quiero que me vuelva a hablar de sueños ambiciosos, que me devuelva la pasión, que me haga reír a carcajadas, que se ponga a cantar cuando no viene a cuento.

Ha llegado el momento de volver a ser feliz.



domingo, 8 de enero de 2017

El tiempo. Todo. Locura

Hay silencios que dijeron más que miles de palabras. Miradas que se cruzaron y fueron incapaces de articular media palabra.
Lo que nunca nos dijimos fue, sin quererlo, el final de nuestra historia. Nuestro punto y aparte, pero recuerdo que un día fuiste casa. Con puerta y sin ventanas para que nunca nos llevase la corriente. Yo era chimenea, trasnochaba al calor que me daban tus brazos.

Dijiste que sumábamos y que los dedos estaban para algo más que contar los días que faltaban para volver a vernos. Pero poco a poco, sin quererlo, nos volvimos grises. No lo sabíamos tampoco. Pasamos a ser una playa sin mar. Pese a que lo intentamos. Sí, vaya que si lo intentamos. Del derecho y del revés, del suelo al cielo. Y viceversa. Pero no pudo ser, y tuvimos que venderlo todo para pagar las copas de los bares que nos prometían olvidar.

Y fuimos tontos, por creer que aquello que se esconde nunca vuelve a aparecer, como si ocultar los escombros bajo la alfombra fuese la solución.
Nos olvidamos de cubrirnos de la lluvia. Y entonces lo entendimos todo. Comprendimos que un refugio no es un hogar, sino un lugar en el que escondernos del tiempo, de las prisas, de todos los que ya nos daban por muertos.
Nos deshicimos como se deshacen los sueños que nunca veremos cumplidos. Nos hicimos añicos.
Nos despedimos, sin rozarnos los labios, pero con la frente arrugada, por todo lo que no pudimos ser. Por todo lo que fuimos. Por lo que construimos con nuestras manos. Por lo que fuimos incapaces de sostener.

Estuvimos a punto de rodar el final esperado, el de las lágrimas y los abrazos que nunca volverían a repetirse.
No hubo tiempo de tomas falsas. El silencio nos invadió y se convirtió en el protagonista.

Nos marchamos, mirando atrás, como quien cree ver algo que nunca fue. Como si nada hubiese merecido la pena. Como si la vida no fuese más que destruirnos después de habernos construido a nuestra imagen. Sin semejanzas.